“Tampoco las stories que se cuentan en plataformas digitales como Instagram o Facebook son narraciones en sentido propio. No tienen una tensión narrativa. Son una mera sucesión de instantáneas que nada narran. En realidad, no son más que informaciones visuales que desaparecen rápidamente. nada queda. Un eslogan publicitario de Instagram dice: Publica momentos de tu vida cotidiana en las stories, un formato divertido y espontáneo que solo se muestra durante 24 horas. La limitación temporal provoca un efecto psicológico peculiar. Evoca una sensación de inconsistencia, que genera una sutil presión para comunicarse más”.
Byung-Chul Han (2023). La crisis de la narración. Herder. Barcelona.
Así nos cuenta el filósofo de origen surcoreano afincado en Alemania como las stories funcionan, con una expresión aditiva, no narrativa. Como si en una grabación fotograma a fotograma de nuestro día se hubiese borrado todo lo aburrido y funcional, y solo quedasen imágenes de supuesta felicidad y virtuosidad. Y aunque todos sabemos que estas han sido manufacturadas para buscar un efecto concreto, las visionamos una y otra vez como momentos reales, cuando son partes de una historia con una intención concreta que siempre parte del ‘yo inflamado’ del autor, que piensa que esa story merece ser compartida con la comunidad, o con la ‘community’, distinción que también propone el propio filósofo, arrojando imágenes que no cuentan esencialmente nada.
Recuerdo que fue durante mis primeros años en la Facultad de Historia de la Universidad de Barcelona cuando topé con la historiografía, materia que se impone el doble reto de describir el arte de narrar la historia y al mismo tiempo desarrollar una disciplina para el estudio de la estructura histórica, algo así como comprender las poleas y engranajes que conforman esta ciencia. Y cómo esta materia me hizo reflexionar, años más tarde cuando me encontré en la barriga de una red social, trabajando desde dentro para facilitar que otros compartiesen algún trozo de su vida con el suficiente sentido para que la comunidad pudiese consumirlo.
Buscábamos incansablemente cuáles eran las estructuras narrativas elementales que las personas deseaban compartir en su día a día, y aprendí mucho del proceso. Fue por aquel año 2007, cuando el auge de las redes sociales estuvo acompañado de la extensión de la fibra óptica, el aumento de la velocidad de la computación y la fabricación en masa de pantallas táctiles, lo que provocó, entre otras cosas, la llegada de los smartphones, que facilitaron desde revisar el feed cada cinco minutos hasta el surgimiento de los ciudadanos activistas que prometían un nuevo mundo.
No muchos años más tarde vimos cómo las balas podían parar los tweets de la primavera árabe, y como la información compartida y los metadatos de nuestras cuentas eran utilizados para manipular la opinión pública cuando estalló el escándalo Facebook-Cambridge Analytica, que influyó en las campañas de Ted Cruz y Donald Trump de 2016, así como posteriormente en la campaña del Brexit en el Reino Unido.
La respuesta de la industria fue, por un lado, implementar políticas supuestamente más estrictas en el trato de datos de carácter personal a ambos lados del Atlántico (CCPA en USA y GDPR en Europa), y por otro, establecer fact-checkers que vendrían a designar la verdad oficial. Así, con una larga lista de empresas asociadas al IFCN (International Fact-Checking Network), entre las cuales podemos destacar Correctiv en Alemania, Newtral en España, Pagella Politica en Italia, o Re:Baltica se popularizaba el señalamiento de las fake news.
Una verdad oficial que, con la llegada del COVID-19 y el borrado de contenido que no se ajustaba a lo dictado por la OMS, pasando por el conflicto Ucrania-Rusia con la cancelación de canales de televisión incluidos, hasta la presente ley de financiación de medios española que separará a los medios que merecen subvención de los que no, está segregando todo aquello que considera incómodo o demasiado ‘falso’ para ser consumido por el público, al cual se le diagnostica una deficiencia crónica de juicio moral.
Tenemos, pues, stories en lo privado e información en lo público, pero en ninguno de los dos casos hay narrativa; se ha roto la cadena de transmisión. Nada de esto podría ser contado alrededor de una fogata, transmitido de generación en generación; está diseñado para ser olvidado, para saturar nuestra carga cognitiva, para estimular nuestras pasiones a corto plazo, para entretenernos.
Y es en este contexto cuando la IA aparece en escena, siguiendo los mismos patrones: información controlada, en este caso a través de datasets, un sesgo ideológico muy claro y un formato fácilmente consumible que nos permite crear imágenes y canciones en segundos o buscar en un navegador como si consultásemos con un amigo. Pero nada de ello nos parece del todo real.
Google Gemini, hace unos meses, con su sesgo interno de no ‘sobrerepresentar’ a personas blancas, ilustraba a presidentes de USA, vikingos o soldados nazis como personas de cualquier color menos el blanco. Jack Krawczyk, uno de los responsables de la IA de Google, decía:
“Diseñamos nuestra generación de imágenes para que refleje nuestra base de usuarios global, y nos tomamos la representación y los sesgos en serio (…) Los contextos históricos tienen más matices y lo afinaremos más para acomodarlos”.
¿La verdad histórica, pues, debe ser acomodada para reflejar la pretendida variedad de la comunidad? Si manipulamos la historia, ¿cómo no vamos a sentir deseos de manipular nuestra propia biografía diaria, en stories que reflejen ‘la base de usuarios global’? ¿Recordáis que os dije que en 2007 aprendí mucho sobre las estructuras narrativas en redes? Sobre todo comprendí cómo las personas en una determinada comunidad online se circunscribían voluntariamente a unas mismas categorías de identidad si les dabas la oportunidad a través de su información de perfil y fotos, y cómo estas se iban estrechando con los meses, pudiendo categorizar en segundos a los usuarios por la tipología de fotos y contenidos que subían. Aprendí entonces, que la falsa sensación de elección provocaba una mimetización inconsciente por el deseo de encajar, como cualquier usuario de un dating site seguro que habrá notado tras cientos de swipes en fotos que son un calco la una de la otra.
Si existe una verdad objetiva sobre lo que ocurrió, tanto en nuestras vidas como en un hecho histórico, esta debería poder ser investigada. Habrá personas que podrán ser entrevistadas, pero también paseos filmados por CCTV, citas en nuestro calendario online, periodos de ghosting con una ex-pareja, historiales de búsqueda y de likes, selfies sin sentido, vídeos de cumpleaños en 4K y audios de media hora que podrán ser revisados, y fruto de ello podríamos llegar a divulgar algo parecido a una narrativa con sentido.
Pero cuando además eliminemos toda la complejidad de esa narración y la hagamos concordar con el discurso imperante de la community, entonces pasaremos de divulgar a vulgarizar, de la historia a la story.
Por desgracia ya vivimos en un mundo en el que, mientras vemos un atentado por la televisión a tiempo real, todos tenemos cierta sensación de irrealidad. Así que les deseo muchos aciertos a los historiadores del futuro, quienes, como una suerte de Watchmen, tendrán que ‘historiar la historia’ con las fuentes tecnológicas más avanzadas que se puedan tener, pero que en el fondo y a pesar de su complejidad contendrán menos ‘verdad’ que un papiro del cuarto milenio A.C.